La noche es oscura, y vas por una calle en pleno en invierno, todo es silencio salvo por el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre tu paraguas, las luces de las farolas iluminan la calle y dejan un rastro de reflejos que confunden tus sentidos, oyes pasos a tu espalda, casi de inmediato giras la cabeza y ves una sombra enorme que está a punto de alcanzarte.
El corazón se acelera súbitamente, los pelos se te erizan, y tus manos se ponen a temblar haciendo que el paraguas permita que la lluvia te alcance, tus piernas se ponen tensas y empiezas a caminar más deprisa, pero al contrario de lo que pensabas, no te cansas.
Ya no hay otras preocupaciones, solo esa sombra está en tu cabeza y la posible amenaza que podría representar, miles de preguntas pasan por tu imaginación, tu boca seca reclama más oxígeno para tus músculos, y al mirar al frente el final de la calle parece alejarse más y más a pesar de que ya llevas un rato corriendo.
El miedo es la respuesta emocional con la que el cuerpo nos avisa de que algo amenaza nuestra integridad, y pone en marcha toda una batería de cambios a nivel fisiológico para que puedas alejarte de la amenaza; este mecanismo está preparado para mantenernos vivos frente a situaciones críticas.
El problema es que el miedo en ocasiones se convierte en irracional, es decir cuando lo sentimos y ya no tiene sentido, puesto que la situación que lo provocó no representa, al menos de forma inmediata, un riesgo para nuestra integridad. Cuando esto ocurre, debemos ser capaces de gestionarlo, comprenderlo para, de esta forma, evitar que nos paralice.
Y es que el miedo es uno de los enemigos para el cambio y la acción más potentes que existen, si no el más potente de todos, ya que provoca una parálisis que puede embotar nuestros sentidos haciendonos percibir una realidad así distorsionada, alejándonos de las posibilidades y oportunidades y obligándonos a centrarnos en los problemas y los obstáculos en lugar de en las soluciones que nos lleven hacia donde queremos ir.