La vida transcurría como el río fluye por una vega, despreocupado, tranquilo; las rutinas mecían la existencia, y los días pasaban sin sentir entre los papeles de la oficina y las tareas del hogar que para ella, eran el propósito de su vida. Las emociones las dejaba para los cumpleaños o las fiestas señaladas en el calendario en color verde, eran como momentos reservados a lo largo del árido anuario para poder respirar por un instante.
Las noches después del trabajo las pasaba con su marido, juntos en el sofá, entretenida con los juegos de su teléfono móvil y los programas de la televisión, pero en ocasiones se descubría a si misma mirando al infinito, sin saber muy bien a que, como desconectada del mundo, un mundo que hacía ya mucho que había dejado de vivir.
Aquel día la cosa no empezó bien, el despertador no sonó a la hora acostumbrada y no pudo cumplir su propósito, por lo que llegó tarde a la oficina; allí, entre los gritos de costumbre, descubrió un nuevo asiento vacío, era el tercero que amanecía así ese mes, pero nadie se atrevía a decir nada y ella no pensaba ser la primera en hacerlo, así que como los demás, bajó la cabeza y se puso a trabajar.
Al llegar la tarde, recibió una llamada, el Director de Recursos Humanos la esperaba en su despacho. Ella no se preocupó ya que era algo que pasaba habitualmente, preparaba las nóminas y probablemente habría alguna cosa que ajustar, así que se presentó en el despacho con su blog de notas y su lapicero, pero en esa ocasión la atmósfera que se respiraba allí era diferente, entonces descubrió el sobre, allí, sobre la mesa… esperándola. Sin mediar ni palabra lo recogió y lo abrió allí mismo.