La cocina siempre había sido su gran pasión; el único arte capaz de estimular todos sus sentidos a la vez en un juego mágico en el que la mezcla de colores, sabores, texturas, aromas y sonidos podían provocar el llanto, la risa, la sorpresa o la nostalgia tras un simple bocado, y en el que la cara del comensal se convertía en la respuesta a todas sus preguntas, el propósito de su vida.
Hacía ya mucho que lo había dejado todo por aquella profesión, primero fue la familia, luego fueron los amigos y el amor, y últimamente estaba sacrificando su salud y su dinero; las cosas no iban bien y no sabía el porqué; aquella incertidumbre lo estaba matando.
Aferrado a aquel sueño, su trabajo se había convertido, sin que él se diera cuenta, en una prisión para su alma, se lo había arrebatado todo a cambio de nada. Solo en su habitación, se despertó aquella madrugada de sábado primaveral; un aroma desconocido le había sacado del letargo que le producían aquellas pastillas verdes, y como un zombi, se dejó guiar por él hasta llegar a una tahona debajo de su apartamento; allí, una joven manejaba una masa con suma delicadeza, sus manos la acariciaban en una mezcla de firmeza y amor, e inexplicablemente ese aroma indescriptible surgía como por arte de magia gracias a aquel trabajo excepcional; entonces se fijó en su mirada, totalmente perdida entre sus dedos, sabía que para ella no existía otro mundo más allá de aquella masa, de aquel momento.