Al salir del establecimiento se topó con un mendigo que dormitaba ya en la puerta, sin pensarlo, sacó las monedas que llevaba en el bolsillo y se las entregó.
Era la hora, las luces de su reloj empezaron a parpadear indicando el momento adecuado, había llegado el momento de trabajar.
Subió las escaleras pesadamente, se plantó delante de la puerta y observó su timbre por un instante, después, metió una ganzúa en la cerradura y abrió sigilosamente.
La casa aún estaba a oscuras, como los tres últimos días a esa misma hora, así que se dirigió a la habitación señalada, dejando atrás el dormitorio donde dos críos aún dormían plácidamente.
Una nueva puerta cerrada le separaba de su destino, con suavidad giró el pomo y accedió a la estancia. Un olor a humedad y vida lo inundaba todo; en la cama, una pareja se miraba aún en sueños, eran las caras de la carpeta azul, así que sacó su pistola, enrosco el silenciador y todo acabó antes de que empezara a hacer la digestión.