Los calores del incipiente verano abrasaban ya al resto de sus hermanas en aquel fresno cuando aquella hoja aún se resistía a abandonar su yema, allí se estaba más fresquito, pensaba, sintiendo como su envés retorcido dentro de aquel maltrecho capullo se calentaba al medio día.
Pero a pesar de toda su resistencia, un día la cápsula leñosa al fin se quebró y quedó por primera vez expuesta al mundo. Menos de dos horas después había conseguido estirarse en todo su esplendor, y girarse lo suficiente como para que la calentara el Sol. Aquel primer día pensó en todos aquellos momentos que había estado agobiada en aquella prisión por miedo a calcinarse, ahora ese verde intenso le permitía exponerse al calor sin ningún problema.
El verano terminó, y con él empezaron a ocurrir cosas que no podía comprender, compañeras suyas, en su misma rama empezaron a palidecer, quizá sería porque les llegaba menos luz ahora que los días parecían ser más cortos, o a lo mejor era que no les llegaban suficientes fluidos procedentes de la raíz a causa de la sequía, la cuestión era que aquel verde intenso se torno en ocre en muchas de ellas.
– Seguro que es algo pasajero. – Pensó.
Hasta aquella fatídica tarde de otoño en la que la lluvia intensa y el viento hizo que algunas de sus compañeras se desprendieran aparentemente sin vida del árbol, aquello la hizo estremecer de terror.
– El ocre es la muerte. – Pensó, y seguidamente se echó otro vistazo por encima para verificar que todo seguía bien pero allí, en el ápice, una mancha marrón le puso los nervios de punta.
– Voy a morir. – Pensó.
Y por un instante el miedo fue tal, que la hoja se llegó a cerrar sobre si misma como para protegerse, pero no podía escapar, el peciolo la mantenía prisionera, cautiva de aquello que parecía darle la vida pero que ahora, no era capaz de protegerla.